viernes, enero 06, 2006

Más allá de los ruidos infernales


“Ruidos infernales son los que siento
cuando pienso en lo que soy.
Ruidos infernales llegan
a mí cuando pienso en ti”.
- Yo misma
Tenía tres años y casi suplicante pedía que regresara todo el cariño que alguna vez me dieron. Lágrimas y dolor me sacudieron esa oscura tarde. Perdía una de las pocas cosas que para mí tenían sentido y una de las pocas que me trataba con sentido.
Hoy tal vez hubiese dicho “mierda que le vamos a hacer”, pero esa vez, junto al ataúd, me fui yo entera de derrotada y perdida en lágrimas casi inexplicables. No sé cómo, pero es casi lo único que recuerdo con soltura (a parte de algo que no sé si es sueño o realidad).
La bajaron poco a poco a la tierra y pareció mirarme antes de llegar al final. No sé si es imaginación de niña o si de verdad mi mamá quisiera verme llorar antes de irse (a veces con terror pienso que no estaba muerta y tenía una de esas extrañas enfermedades).
Lo único claro era que ya no estaba y yo (como sería siempre) estaba sola.
Me fui a vivir con el último de mis “papas” (aún conservo el apellido de mi madre) y dos hermanos que poco hicieron por mí. Esas noches no las recuerdo y tengo un vacío enorme que sólo termina el primer día que entré a clases. Sólo tengo mínimos recuerdos del hombre, al que yo decía padre, recostado junto a mi hermano mayor.
Desde el colegio y las sombras emerge el recuerdo más fuerte. La muerte de mamá me parece casi natural, pero este no. Este me duele y me persigue. Me tiembla y me mata.
Eran casi las seis de la tarde, tiene que haber sido invierno y nuestra casa, de madera y pobre, no conocía ninguna comodidad. El televisor me parecía un fenómeno más que seductor y alguien que vivía en la casa tenía uno (trato de recordar su nombre o su rostro y no puedo). Cada tarde corría a su habitación y miraba como desde esa caja salían historias que me hacían reír o llorar. Fue una de esas veces. Una de esas en que el cielo gris de la ciudad se derrumbó en una lluvia intensa y pasajera.
- Recuéstate aquí –me dijo.
Estaba tendido en su cama y no logro recordar que pensé (seguro que ya sabía lo que quería), pero lo hice. Me tocó y sentí su cuerpo detrás de mí.
- Vamos al baño de atrás- me dijo.
Me tomó la mano y allí entre la oscuridad y la noche, siendo aún una niña, me hizo madurar, me hizo ser fuerte y me hizo matar aquello poco que me quedaba. Esa tarde, fría y húmeda, él despertó en mí el dolor. Aún recuerdo cada movimiento, cada roce, cada toque y sus manos sudorosas recorriendo mi cuerpo. A veces cierro los ojos y pienso que son sus manos las que siento por las noches. Aún me parece ver su pene entre mis piernas jóvenes y sus manos empapadas de mi sangre. “Sin llorar”, me decía y no lloré. Creo que nadie jamás se enteró y a nadie se lo dije hasta años más tarde, cuando mi hermano me gritó en la calle lo avergonzado que estaba de mí.
Todos los recuerdos murieron esa tarde envueltos por una insana locura, por una insana sensación de madurez obligada. A veces pienso que sólo el reproche de haber tenido ese dolor me permite ser lo que soy sin más miedo. ¿Quién me critica? ¿Quién me perdona? ¡Qué importa! Más fuerte que mi sentido es la fuerza de lo que no entiendo y lo sé. Cientos de rostros veo en las calles cada tarde y cientos de voces que me dicen lo que no debo hacer.
Dos años más tarde recuerdo que deseaba que muriera, que se pudriera en su habitación o que fuera presa de las propias historias que yo veía cada tarde, junto a él, en el televisor. Esa sola vez lo odié, pero otras lo deseé. Días más tarde tomó sus cosas (que se reducían a uno o dos bultos) y se fue. Nunca lo volví a ver (excepto por los miles de rostros que reemplazo con su cara cada vez que me entrego a ellos) y con él se fue el televisor y mis tardes de historias lejanas.
Mi vuelo dejó su rumbo y lo extrañé, pero aún no recuerdo su cara, sólo una vaga mancha de carne sin forma. Carne que me tiembla con temor y labios que siento aún en mi piel. A veces me pregunto si se puede odiar lo que se ama, y me mente me impide entrar en razón. Lo único que sé, es que ya me resigné a que nunca volviese a mi mente, aunque cada noche me entrego a un rostro sin forma que me lleva a ese día, cuando yo, con seis años y él con poco más de veinte, me hizo lo que soy.

1 comentario:

Anónimo dijo...

hey! Lei el cuento. Esta bueno. Sigue asi. Juntemonos uno de estos dias.

Saludos!
Er Seba