“Tantas locuras que se cometen en nombre del Amor...”
Mi madre recordando una Frase de Catalina Creel de Larios, en una Teleserie Mexicana.
Leí por tercera vez el diario de vida que tanto me había costado guardar entre los pliegues de mi cama. Tantas frases clichés acuñadas por mi lapicera y tantas fotos casi desgastadas que pegué en muchas de sus páginas. Todo era letras y colores. Todo era frases y vocablos. Todo era él. Él que había inspirado esas letras. Él que había causado las manchas de lágrimas en sus páginas amarillas. Él que ahora ya no estaba y que amaré con locura siempre, como en esas odiosas y clichés teleseries mexicanas que mi madre acostumbraba a ver después de almuerzo.
Siempre pensé que eran exageradas, llenas de guiños horribles y sobre actuadas, pero nunca me di cuenta que cuando uno ama, sobre actúa y lo que es peor... Uno se vuelve cliché.
El primer atisbo de que me estaba volviendo cliché me llegó el día del entierro. Me molestó que esa tarde su prima y su hermana me llenarán de preguntas odiosas mientras enterraban a su madre en el Parque del recuerdo. Pero más me molestó su instantánea indiferencia, su falta de lucidez y la ausencia total de dolor en sus ojos. Esa tarde, en la micro casi no hablamos. Me sentí tonta al no poder articular una palabra y preferí callar a pronunciar alguna frase dicha mil veces en situaciones similares. Él sabía que yo estaba allí y con eso me bastaba.
No pude negarme esa tarde a hacer el amor con locura (con rabia) y a recibir su carga de semen caliente en mi vientre. Casi no me besó y sus caricias fueron lejanas y dolorosas.
Ahí comenzó para mí el capítulo más horrendo de mi teleserie. Me sentí en la más trágica de las historias de amor y casi podía ver todo de colores chillones y escenarios de cartón. Hasta los vendedores ambulantes que subieron a la micro esa noche parecían extras exagerados de una sit com latinoamericana.
Las luces se iban apagando lentamente mientras la micro pasaba por las hendiduras de las quebradas del sector alto. No me importaba nada y los colores de la ciudad por más que cambiaran, para mí seguían siempre negros. De vuelta a casa lloré, y no fue por su madre. No fue por su intolerancia. No fue por su desprecio. Fue por él. Fue por su distancia y aunque nuestra villana había muerto quedaba una villana más grande que enfrentar y era su conciencia y su recuerdo.
No me habló en días y no lo quise presionar. Su madre nunca había aprobado nuestro romance y como una Catalina Creel (*) cualquiera, hizo de todo para separarme de él. Aún después de muerta siguió estando presente en nuestra lucha.
Dos semanas después de su entierro me llamó lastimero, distante y seco.
II
La puerta de mi pieza se cerró por una corriente de viento. La amplia sala estaba vacía. No teníamos muebles y los que estaban no alcanzaban para cubrir los extensos espacios que quedaban.
El sonido del teléfono recorrió cada rincón. El auricular negro se dejaba entrever con el color manzana de las paredes viejas de la casa que años atrás nos había dado el gobierno. Un cuadro dibujado por mi sobrino adornaba esas paredes que estaban viejas como carcomidas por la falta de moradores, por la falta de vida. Estaban carcomidas por la ausencia de él.
“No vuelvas a llamarme”, fue lo único que en ese momento retuve de la llamada. Un “no vuelvas a llamarme” que me pareció la frase más tristes que había entrado alguna vez por mis oídos. Colgué el auricular y me senté en el suelo a pensar con que color pintaría esta vez las paredes. A como rellenaría los vacíos con muebles. A pensar en cómo lo olvidaría.
Dos meses me la pase sin ver a nadie. Encerrándome en mi pieza y pasando las horas sentada en una micro mirando las cientos de cuadras de casas que me parecían todas iguales. No podía entender por qué me había dejado si tanto me amaba. No podía entender las promesas incumplidas y la necesidad que sentía aún por su presencia.
Más de una tarde me senté en las afueras de su casa con la esperanza de verlo y en varias ocasiones marqué su celular con el objetivo de escuchar su voz, esa voz que tantas veces me dijo “nunca te dejaré”.
Fue una de esas tardes, en que lloraba oculta detrás de ese maldito pimiento que crecía en su vereda cuando me vio. Me miró de lejos. Me miró como me miraba siempre, como cuando sus ojos se posaron la primera vez en los míos. Me miraba con amor y pasó de largo. Se subió a su auto y ni siquiera me saludó.
Caminé por la Avenida Copayapu tratando de encontrar un pedazo de ese Daniel que me habían arrebatado. Ese Daniel que se revolcó conmigo en las arenas de Borgoño. Ese Daniel que me enseñó el reto de pasar por sobre todos, por sobre su madre, por sobre mi pobreza. Ese día hice las conjeturas más clichés de mi teleserie, ese día me sentí filmada por los rincones, espiada por una cámara intrusa que más tarde haría el deleite de las dueñas de casa después de almuerzo. Ese día me sentí morir.
Llegué a casa y tomé la pintura vieja que mi madre guardaba en el mismo estante donde ponía las revistas Ecran y Vea. Tomé y pinté una parte de mi pared. Allí donde colgaba las fotos antiguas de Daniel. Ni siquiera las saqué. Sólo pasé el rodillo sobre su sonrisa, sus ojos, nuestros besos, hasta su trasero que retratamos cuando nos bañamos en pelota en Rocas Negras.
Tapé la última foto sin llorar y me recosté hasta que poco a poco las fotos volvieron a verse como si nunca un montón de pintura les hubiese caído encima. Cerré los ojos y dormí sobre las tapas toda la noche y gran parte del día. Dice mi madre que trató de despertarme varias veces, pero no le respondí. Es que esa noche como todas, su frase me retumbaba en la cabeza.
- No vuelvas a llamarme –me dijo desde el otro lado del auricular.
- ¿Por qué? –atiné a decir en un tono que de seguro le pareció lastimero.
- No me preguntes. Sólo hazlo.
- Daniel, necesito saber… si se supone que nos amamos…
- Se lo prometí –me dijo- Le prometí antes de morir que dejaría de verte… -fue lo último que escuché antes de que colgara el auricular. Fue como un “te amo” ese largo silencio que nos recorrió antes de colgar. Fue un “te amo” inerte, doliente y distante.
Ese fue el último capítulo de mi teleserie. Catalina Creel había ganado. De seguro mi telenovela era la única en que la protagonista se quedaba sola llorando y perdida en la sala de una casa de barrio bajo, mientras el galán tomaba una tina con olores florales en la mejor mansión de la ciudad.
Así fue, yo estaba allí sentada llorando su ausencia. Una ausencia que duró para siempre y que quedó marcada por el lápiz labial y el rímel con que manché mi diario de vida. Ese día acuñé la última de mis frases clichés, sequé mis lágrimas y guardé mi diario en el colchón. Después de todo nadie jamás lo leería y lo que es peor, a nadie le interesaría leerlo.
(*) Para los que no saben, Catalina Creel, era la más mala de las villanas de Teleseries. Era la villana de la Telenovela mexicana “Cuna de Lobos”.
2 comentarios:
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