viernes, enero 20, 2006

Después de Almuerzo (Cuento)


“Tantas locuras que se cometen en nombre del Amor...”
Mi madre recordando una Frase de Catalina Creel de Larios, en una Teleserie Mexicana.


Leí por tercera vez el diario de vida que tanto me había costado guardar entre los pliegues de mi cama. Tantas frases clichés acuñadas por mi lapicera y tantas fotos casi desgastadas que pegué en muchas de sus páginas. Todo era letras y colores. Todo era frases y vocablos. Todo era él. Él que había inspirado esas letras. Él que había causado las manchas de lágrimas en sus páginas amarillas. Él que ahora ya no estaba y que amaré con locura siempre, como en esas odiosas y clichés teleseries mexicanas que mi madre acostumbraba a ver después de almuerzo.
Siempre pensé que eran exageradas, llenas de guiños horribles y sobre actuadas, pero nunca me di cuenta que cuando uno ama, sobre actúa y lo que es peor... Uno se vuelve cliché.

El primer atisbo de que me estaba volviendo cliché me llegó el día del entierro. Me molestó que esa tarde su prima y su hermana me llenarán de preguntas odiosas mientras enterraban a su madre en el Parque del recuerdo. Pero más me molestó su instantánea indiferencia, su falta de lucidez y la ausencia total de dolor en sus ojos. Esa tarde, en la micro casi no hablamos. Me sentí tonta al no poder articular una palabra y preferí callar a pronunciar alguna frase dicha mil veces en situaciones similares. Él sabía que yo estaba allí y con eso me bastaba.
No pude negarme esa tarde a hacer el amor con locura (con rabia) y a recibir su carga de semen caliente en mi vientre. Casi no me besó y sus caricias fueron lejanas y dolorosas.
Ahí comenzó para mí el capítulo más horrendo de mi teleserie. Me sentí en la más trágica de las historias de amor y casi podía ver todo de colores chillones y escenarios de cartón. Hasta los vendedores ambulantes que subieron a la micro esa noche parecían extras exagerados de una sit com latinoamericana.
Las luces se iban apagando lentamente mientras la micro pasaba por las hendiduras de las quebradas del sector alto. No me importaba nada y los colores de la ciudad por más que cambiaran, para mí seguían siempre negros. De vuelta a casa lloré, y no fue por su madre. No fue por su intolerancia. No fue por su desprecio. Fue por él. Fue por su distancia y aunque nuestra villana había muerto quedaba una villana más grande que enfrentar y era su conciencia y su recuerdo.
No me habló en días y no lo quise presionar. Su madre nunca había aprobado nuestro romance y como una Catalina Creel (*) cualquiera, hizo de todo para separarme de él. Aún después de muerta siguió estando presente en nuestra lucha.
Dos semanas después de su entierro me llamó lastimero, distante y seco.

II
La puerta de mi pieza se cerró por una corriente de viento. La amplia sala estaba vacía. No teníamos muebles y los que estaban no alcanzaban para cubrir los extensos espacios que quedaban.
El sonido del teléfono recorrió cada rincón. El auricular negro se dejaba entrever con el color manzana de las paredes viejas de la casa que años atrás nos había dado el gobierno. Un cuadro dibujado por mi sobrino adornaba esas paredes que estaban viejas como carcomidas por la falta de moradores, por la falta de vida. Estaban carcomidas por la ausencia de él.

“No vuelvas a llamarme”, fue lo único que en ese momento retuve de la llamada. Un “no vuelvas a llamarme” que me pareció la frase más tristes que había entrado alguna vez por mis oídos. Colgué el auricular y me senté en el suelo a pensar con que color pintaría esta vez las paredes. A como rellenaría los vacíos con muebles. A pensar en cómo lo olvidaría.

Dos meses me la pase sin ver a nadie. Encerrándome en mi pieza y pasando las horas sentada en una micro mirando las cientos de cuadras de casas que me parecían todas iguales. No podía entender por qué me había dejado si tanto me amaba. No podía entender las promesas incumplidas y la necesidad que sentía aún por su presencia.
Más de una tarde me senté en las afueras de su casa con la esperanza de verlo y en varias ocasiones marqué su celular con el objetivo de escuchar su voz, esa voz que tantas veces me dijo “nunca te dejaré”.
Fue una de esas tardes, en que lloraba oculta detrás de ese maldito pimiento que crecía en su vereda cuando me vio. Me miró de lejos. Me miró como me miraba siempre, como cuando sus ojos se posaron la primera vez en los míos. Me miraba con amor y pasó de largo. Se subió a su auto y ni siquiera me saludó.
Caminé por la Avenida Copayapu tratando de encontrar un pedazo de ese Daniel que me habían arrebatado. Ese Daniel que se revolcó conmigo en las arenas de Borgoño. Ese Daniel que me enseñó el reto de pasar por sobre todos, por sobre su madre, por sobre mi pobreza. Ese día hice las conjeturas más clichés de mi teleserie, ese día me sentí filmada por los rincones, espiada por una cámara intrusa que más tarde haría el deleite de las dueñas de casa después de almuerzo. Ese día me sentí morir.
Llegué a casa y tomé la pintura vieja que mi madre guardaba en el mismo estante donde ponía las revistas Ecran y Vea. Tomé y pinté una parte de mi pared. Allí donde colgaba las fotos antiguas de Daniel. Ni siquiera las saqué. Sólo pasé el rodillo sobre su sonrisa, sus ojos, nuestros besos, hasta su trasero que retratamos cuando nos bañamos en pelota en Rocas Negras.
Tapé la última foto sin llorar y me recosté hasta que poco a poco las fotos volvieron a verse como si nunca un montón de pintura les hubiese caído encima. Cerré los ojos y dormí sobre las tapas toda la noche y gran parte del día. Dice mi madre que trató de despertarme varias veces, pero no le respondí. Es que esa noche como todas, su frase me retumbaba en la cabeza.
- No vuelvas a llamarme –me dijo desde el otro lado del auricular.
- ¿Por qué? –atiné a decir en un tono que de seguro le pareció lastimero.
- No me preguntes. Sólo hazlo.
- Daniel, necesito saber… si se supone que nos amamos…
- Se lo prometí –me dijo- Le prometí antes de morir que dejaría de verte… -fue lo último que escuché antes de que colgara el auricular. Fue como un “te amo” ese largo silencio que nos recorrió antes de colgar. Fue un “te amo” inerte, doliente y distante.

Ese fue el último capítulo de mi teleserie. Catalina Creel había ganado. De seguro mi telenovela era la única en que la protagonista se quedaba sola llorando y perdida en la sala de una casa de barrio bajo, mientras el galán tomaba una tina con olores florales en la mejor mansión de la ciudad.
Así fue, yo estaba allí sentada llorando su ausencia. Una ausencia que duró para siempre y que quedó marcada por el lápiz labial y el rímel con que manché mi diario de vida. Ese día acuñé la última de mis frases clichés, sequé mis lágrimas y guardé mi diario en el colchón. Después de todo nadie jamás lo leería y lo que es peor, a nadie le interesaría leerlo.

(*) Para los que no saben, Catalina Creel, era la más mala de las villanas de Teleseries. Era la villana de la Telenovela mexicana “Cuna de Lobos”.

domingo, enero 08, 2006

Trabajo Sucio


Me transpiraban las manos mientras enterraba su cadáver. Las arenas de Desierto eran demasiado pesadas para la inútil pala que mi socio me había regalado meses atrás. Me sequé la cara y una mancha de sangre se alojó en mi frente. No la divisé sino hasta que venía de vuelta cuando se me ocurrió mirar por el espejo retrovisor de la camioneta de la empresa. Por suerte esa tarde muy pocos vehículos se atravesaron en mi camino y solo un camión de helados paso con dirección contraria. Me hizo temblar y agarrar el volante con más fuerza, siempre me pasaba lo mismo cuando un vehículo grande se cruzaba conmigo. “Gueón, voy tiritai’ entero para agarrar el manubrio, pero te pasan una pistola y la amasai’ como si fueran un par de tetas”, me decía siempre mi socio.
La única dicha de la vuelta a casa era saber que el trabajo estaba finalizado. Fue un trabajo difícil, pero no más de los que me habían tocado otras veces. Recuerdo a la vieja guatona que se agarró de la ducha y a la que mi compadre le corrió manos antes de meterle un tiro por la vagina. Esos gritos malditos no me dejaron dormir en varios días. El olor a transpiración me recordaba a su asquerosa cara y el sonido de los ventiladores me recordaba al jadeo de mi compadre tirándose a la gorda.
Era un trabajo más, pero sin duda el “objetivo” me salió duro. Casi tanto como el maricón que nos pescamos entre mi socio y yo y que con el tiempo se convirtió en un secreto incontable. A ese le rajamos el culo con la pistola, mientras mi compadre se lo metía en la boca. Al gueón de seguro le gustó porque ni se achicó en chuparlo con ganas, si hasta cuando se lo metí no hizo ningún gesto de desagrado. A ese lo despachamos en un Sauna y el vapor apenas nos sirvió de lubricante. Mi compadre transpiraba como chino y más aún cuando el gueón logró cortarme la guata después del primer tiro. Ahí se emputeció y lo dejó como colador.
De vuelta, la carretera ardía y estoy seguro que mi socio hubiera hecho lo mismo... De hecho, todo lo que sé lo aprendí de él, desde hace cuatro años cuando nos echamos al Chino de la calle Atacama.
Pero este Caso fue entretenido, el imbécil se escondió en el frigorífico de la empresa después que le despache el primer tiro en la pierna. Estaba cagado de frío, mientras afuera el verano hacía de las suyas.
Ocho tiros le mande por todo el cuerpo cuando lo encontré. Me acerqué y el gueón aún respiraba. Tenía la boca llena de sangre, pero no pude evitar acercarme y besarlo sin parar. Era los labios más ricos que había despachado y tenía que tenerlos cerca. Eran los únicos labios que había deseado en mi vida Mi boca quedó roja, pero no atiné a mas que secarme la transpiración y tragarme la sangre. No recuerdo, pero al parecer una pequeña gota, que no era transpiración, corrió por mi mejilla y justo antes que lograra tomarle el sabor la eliminé con mi mano izquierda, la misma con la que siempre tomaba el revólver.
El sol retumbaba en el camino cuando por fin divisé la ciudad a lo lejos.
Me volví a secar la transpiración cuando entre en mi departamento. Y antes de meterme a la ducha revisé el sobre con el millón quinientos mil pesos y el nombre de mi socio impreso a un costado. El agua estaba helada, pero que importaba si el trabajo ya estaba finalizado...

viernes, enero 06, 2006

Más allá de los ruidos infernales


“Ruidos infernales son los que siento
cuando pienso en lo que soy.
Ruidos infernales llegan
a mí cuando pienso en ti”.
- Yo misma
Tenía tres años y casi suplicante pedía que regresara todo el cariño que alguna vez me dieron. Lágrimas y dolor me sacudieron esa oscura tarde. Perdía una de las pocas cosas que para mí tenían sentido y una de las pocas que me trataba con sentido.
Hoy tal vez hubiese dicho “mierda que le vamos a hacer”, pero esa vez, junto al ataúd, me fui yo entera de derrotada y perdida en lágrimas casi inexplicables. No sé cómo, pero es casi lo único que recuerdo con soltura (a parte de algo que no sé si es sueño o realidad).
La bajaron poco a poco a la tierra y pareció mirarme antes de llegar al final. No sé si es imaginación de niña o si de verdad mi mamá quisiera verme llorar antes de irse (a veces con terror pienso que no estaba muerta y tenía una de esas extrañas enfermedades).
Lo único claro era que ya no estaba y yo (como sería siempre) estaba sola.
Me fui a vivir con el último de mis “papas” (aún conservo el apellido de mi madre) y dos hermanos que poco hicieron por mí. Esas noches no las recuerdo y tengo un vacío enorme que sólo termina el primer día que entré a clases. Sólo tengo mínimos recuerdos del hombre, al que yo decía padre, recostado junto a mi hermano mayor.
Desde el colegio y las sombras emerge el recuerdo más fuerte. La muerte de mamá me parece casi natural, pero este no. Este me duele y me persigue. Me tiembla y me mata.
Eran casi las seis de la tarde, tiene que haber sido invierno y nuestra casa, de madera y pobre, no conocía ninguna comodidad. El televisor me parecía un fenómeno más que seductor y alguien que vivía en la casa tenía uno (trato de recordar su nombre o su rostro y no puedo). Cada tarde corría a su habitación y miraba como desde esa caja salían historias que me hacían reír o llorar. Fue una de esas veces. Una de esas en que el cielo gris de la ciudad se derrumbó en una lluvia intensa y pasajera.
- Recuéstate aquí –me dijo.
Estaba tendido en su cama y no logro recordar que pensé (seguro que ya sabía lo que quería), pero lo hice. Me tocó y sentí su cuerpo detrás de mí.
- Vamos al baño de atrás- me dijo.
Me tomó la mano y allí entre la oscuridad y la noche, siendo aún una niña, me hizo madurar, me hizo ser fuerte y me hizo matar aquello poco que me quedaba. Esa tarde, fría y húmeda, él despertó en mí el dolor. Aún recuerdo cada movimiento, cada roce, cada toque y sus manos sudorosas recorriendo mi cuerpo. A veces cierro los ojos y pienso que son sus manos las que siento por las noches. Aún me parece ver su pene entre mis piernas jóvenes y sus manos empapadas de mi sangre. “Sin llorar”, me decía y no lloré. Creo que nadie jamás se enteró y a nadie se lo dije hasta años más tarde, cuando mi hermano me gritó en la calle lo avergonzado que estaba de mí.
Todos los recuerdos murieron esa tarde envueltos por una insana locura, por una insana sensación de madurez obligada. A veces pienso que sólo el reproche de haber tenido ese dolor me permite ser lo que soy sin más miedo. ¿Quién me critica? ¿Quién me perdona? ¡Qué importa! Más fuerte que mi sentido es la fuerza de lo que no entiendo y lo sé. Cientos de rostros veo en las calles cada tarde y cientos de voces que me dicen lo que no debo hacer.
Dos años más tarde recuerdo que deseaba que muriera, que se pudriera en su habitación o que fuera presa de las propias historias que yo veía cada tarde, junto a él, en el televisor. Esa sola vez lo odié, pero otras lo deseé. Días más tarde tomó sus cosas (que se reducían a uno o dos bultos) y se fue. Nunca lo volví a ver (excepto por los miles de rostros que reemplazo con su cara cada vez que me entrego a ellos) y con él se fue el televisor y mis tardes de historias lejanas.
Mi vuelo dejó su rumbo y lo extrañé, pero aún no recuerdo su cara, sólo una vaga mancha de carne sin forma. Carne que me tiembla con temor y labios que siento aún en mi piel. A veces me pregunto si se puede odiar lo que se ama, y me mente me impide entrar en razón. Lo único que sé, es que ya me resigné a que nunca volviese a mi mente, aunque cada noche me entrego a un rostro sin forma que me lleva a ese día, cuando yo, con seis años y él con poco más de veinte, me hizo lo que soy.